Bowie se convirtió en el testigo del vacío y el silencio del cosmos de nuestro tiempo. Nacido David Robert Hayward Jones el ocho de enero de 1947, en Brixton, Inglaterra, el músico había iniciado su carrera en el ambiente mod del Londres de los 60 en que todo era posible en cuanto a tentar la carne del demonio, andrógino o no, o a oír blues tan antiguos como el siglo y asistir a fiestas sin fin con invitados tan jóvenes como millonarios y deslumbrantes en las figuras de Los Beatles o Bob Dylan.
En ese ambiente estimulante y de provocación diaria el primer Bowie, un muchacho de formas delicadas, corte de cabello mod y atildamiento de petimetre en las sucias aceras de Londres, comenzó a mezclar los sonidos del ambiente, un cóctel de folk rock, blues, góspel, boogie-woogie, soul, dixi, jazz, sonidos de la campiña inglesa y sorprendentes teorías nacidas de la guitarra y la imaginación de Dylan o la pléyade de bandas de los míticos clubes de Inglaterra. Son los T-Rex, los Moody Blues, los Who, los Animals, los Yardbirds, el primer Pink Floyd, Procol Harum y decenas de agrupaciones que tropezaban en el Marquee Club con chinches inquietos como los escarabajos o los más sombríos y oscuros Stones.
En sus pleistocénicas bandas, The Mannish Boys y los King Bees, Bowie —todavía no se apellidaba tal: la mitología nos cuenta que robó el apellido de un viejo aventurero americano del XIX que usaba el cuchillo tan bien para sus fechorías que legó su apellido, Bowie, a esa hoja de ensangrentado y sólido metal, aunque hay quienes dicen que la versión es falsa y que existen Bowies en la línea materna de la familia de David Jones— ofrecería un ensayo de esa primera educación inmerso en ese ambiente mundano de privilegio en que la música alternaba con la poesía.
Hay que subrayarlo: en el manantial de la imaginación de Bowie respiran Lewis Carroll, Wilde o Baudelaire pero de un modo superior el George Orwell de 1984 y sus fantasías futuristas de alienación y control. No menor que esa influencia es la de los surrealistas, el expresionismo alemán y el teatro francés de vanguardia: su testimonio será la concepción de la puesta en escena del músico.
Cifradas las bases de su estilo, cabía solo esperar el arribo del hombre del espacio, el Major Tom. Protagonista de “Space Oddity”, canción contenida en el segundo trabajo de Bowie, la idea del Major Tom colocaba la piedra fundacional del explorador de la vida y el tiempo que a su vez es un aventurero del sonido y la experimentación. A partir de esta noción, Bowie se convertiría en el padre mitológico mayor de la música pop: Major Tom precede a Ziggy Stardust —nacido en el disco del mismo nombre—, al Duque Blanco —proveniente de uno de sus álbumes más completos, Station to Station— o al raído gendarme espacial de Earthling, su décimo noveno álbum. La sucesión de alter egos atestigua el paso del tiempo y la influencia.
Francisco X. Estrella