Al fin de la 41 edición del premio Pritzker concedió su preciado galardón a 65 años de práctica arquitectónica del japonés Arata Isozaki (Ōita, isla de Kyūshū, 1931), a sus más de cien proyectos construidos en cuatro continentes, a su talento, visión y compromiso, y a sus contribuciones significativas en los diferentes entornos en los que ha intervenido.
Referencia obligada en cualquier antología de arquitectura contemporánea que se precie, Isozaki fue discípulo y colaborador de Kenzō Tange, entre 1954 y 1963.
Como su maestro, devino otro demiurgo que sigue magnificando ciudades o singularizando territorios. “Entre todos los arquitectos actuales, tal vez sea el más paradójico, […] el más difícil de definir”, afirmó de él Daniel Libeskind.
Sus manos firmes, su mirada inquietante pero afable y su pelo ensortijado le confieren el aspecto de hombre venerable y sabio de pueblos orientales. A su porte cosmopolita añade su siempre elegante vestimenta.
Antaño con la rúbrica de Issey Miyake: “La relación entre cuerpo y prenda es esencial. Ese espacio entre ambos es lo que importa y las prendas de Issey satisfacían ese trámite”, ha dicho Isozaki. Tras la jubilación de Miyake, David Tang, el modisto de Hong Kong al frente de la marca Shanghai Tang, ha cogido el testigo de su atuendo.
Isozaki tiene no solo genio, sino también una indiscutible capacidad para amalgamar estilos arquitectónicos, orientales y occidentales, una destreza inédita para articular juegos visuales y alusiones históricas, o diseñar de forma impecable un master plan o una intervención de calado, reinterpretando incluso el futuro crecimiento de una urbe.
“Cuando empezaba a aprehender el mundo, con apenas 14 años, un incendio asoló mi ciudad… Al otro lado del mar de Seto, que baña mi isla y la de Honshū vecina, súbitamente la bomba atómica detonó sobre Hiroshima.
No quedó rastro de la ciudad y solo algún que otro edificio siguió en pie, solo ruinas y refugios… Así que mi primera experiencia con la arquitectura fue su vacío”. Y, la primera con- secuencia a propósito, una pregunta urgente: “Cómo reconstruir hogares y ciudades”.
Escribía Lao-Tsé que “la arquitectura no son cuatro paredes y un techo, sino también el espacio y el espíritu que se genera dentro”.
Una afirmación muy afín al concepto japonés de Ma, recurrente en la arquitectura de Isozaki, que entronca con su mitología y que se podría traducir como ‘pausa’ o ‘espacio’, pero que no se entiende por sí mismo sino en relación con el contexto que lo delimita. “En ningún caso sería un vacío, sino un espacio consciente”.
Isozaki comenzó a aplicar de forma metafórica estas nociones tradicionales de su cultura ya en los 60 en su Ciudad en el Aire (1962): un fallido plan futurista en respuesta a la rápida tasa de urbanización del barrio tokiota de Shinjuku, que emulaba una suerte de bosque sobre la ciudad; o en su Casa Prototipo I (1968): un microcosmos sensible a los ciclos de la naturaleza que incitaba a un retorno a las fuentes de la vida…
En cualquier caso, Isozaki no ha cesado desde entonces de concretar, además de idear, proyectos parecidos, aunque de más trascendencia aún, en diferentes economías aceleradas de Oriente Medio o Asia.
La urgencia de la reconstrucción
En 1963, en plena reconstrucción del país, fundó Arata Isozaki & Associates, momento en el que Japón recuperó su soberanía, si bien abrumado por un sinfín de incertidumbres de toda índole: políticas, económicas, sociales, culturales…
“Con tantos retos profesionales, no podía detenerme en un solo estilo”. A los primeros en su ciudad natal, como la Biblioteca de la Prefectura (1966); le siguieron la Biblioteca Central de Kitakyushu, en la prefectura colindante de Fukuoka (1974) o el Museo de Arte de Gunma (1974).
En esta época particularmente prolífica, Isozaki se decantó más si cabe por la ortodoxia moderna y las formas puras –cubos, esferas y otras formas geométricas…−, en detrimento de las mezclas de grandes estructuras orgánicas resueltas con nuevas tecnologías y estética tradicional japonesa que caracterizaron a sus primeros proyectos.
Pese a los influjos metabolistas −corriente configurada en torno a Tange, influida por Ar- chigram y su visión funcionalista de la ciudad del futuro masificada, brutalistas −con sus geometrías angulares repetitivas o las texturas de los moldes del hormigón o béton bruto posmodernistas presentes sobre todo en sus primeras épocas y proyectos, Isozaki siempre puso especial empeño en hacer “una arquitectura no vista con anterioridad, sorprendente, inclasificable; pero, a la vez, profunda y con movedora”, según sus propias palabras.
El hecho es que en su proceder formal, Isozaki es como la naturaleza: imprevisible, opima en referencias, proteica y siempre evocadora, tal y como dejan patente sus insólitos espacios y las sensaciones y, por supuesto, también las emociones que suscitan.
Ya sea el Complejo Tsukuba (Ibaraki, Japón, 1983), una completa constelación de citas arquitectónicas de todo el globo; o el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles (EE. UU., 1986), proyecto con el que despuntó definitivamente a nivel internacional: una síntesis de principios clásicos occidentales, como la proporción áurea, y conceptos taoístas, en particular el yin y el yang.
O, cómo no, el Palau Sant Jordi barcelonés (1990), reconocible de inmediato por su peculiarísima cubierta en forma de shinden zukuri o yelmo de guerrero samurái.
Desde entonces no ha dejado de proyectar nuevos iconos de magnitudes más considerables todavía, como el Centro Cultural de Shenzhen (2007), el Centro de Congresos de Cracovia (2014), la Torre Allianz de Milán (2014)…
Sus detractores, sin embargo, adujeron que no tenía un estilo definido, que carecía de parámetros. “El hecho es que cada proyecto se tiene que adecuar a su contexto; y, por supuesto, encajar en sus usos y cultura.
Los arquitectos ni somos dioses ni podemos alterar un área urbana con la coartada de un eventual desorden. A lo sumo, podemos proporcionarle elementos de ordenación”.
Es el caso de la Domus de A Coruña: una gran máscara con forma de suave curva clotoide de 94 metros, con un biombo en su dorso que oculta un auténtico caos urbanístico tras de sí.
Cuando Isozaki recibe una propuesta: “Antes de concebir nada previo, valoro in situ su emplazamiento, tratando de entender lo que ya existe. Entonces bosquejo la mejor solución posible para que las cosas funcionen”. De hecho, sus apuntes de campo se asemejan a los cuadernos de viaje de un explorador decimonónico o un paisajista, incluso de un antropólogo o un sociólogo urbano.“
Necesito ‘pensar’ con el cuerpo: ver, tocar, oler y oír –explica el arquitecto japonés–. Mi punto de partida es la ausencia de apriorismos. Mi estilo es un antiestilo”.
Su relato trasluce un fervor innegable. “Nuestra concepción religiosa o la relación con la naturaleza y las cosas son diferentes. El quid es el animismo −la presencia divina en piedras, seres vivos, viento…−, que da cuenta de nuestra sensibilidad. Aun así, el sintoísmo guarda relación con los viejos mitos griegos. Según Tales, todo está lleno de dioses”. La idea de un dios antropomórfico quizá haya distorsionado la capacidad de los occidentales para percibir el mundo.
“Para nosotros, ni existe un único dios ni un complejo de mediación tan extraordinario para comunicarse con él. En un hogar puede haber de hecho hasta veinte pequeños altares dedicados al viento, a los antepasados…”.
Hacer urbanismo sobre el papel es fácil, “el problema es cómo y para qué”, precisa Izosaki apelando si cabe a su formación ingenieril como graduado en el Departamento de Arquitectura de la facultad de Ingeniería de la Universidad de Tokio; a su comprensión del funcionamiento de las cosas y de los modos y maneras constructivas; y, sin duda, a su acervo de actuaciones.
En 2004 proyectó de hecho en las afueras de Doha (Qatar) el de la Ciudad de la Educación -un colosal campus de 1.400 hectáreas− y sendos edificios del complejo: su Centro de Convenciones, con un aforo estimado de 10.000 personas es todo un paradigma de eficiencia energética y sostenibilidad, y el del Weill Cornell Medical College (2004); o los tres campus de la Universidad de Asia Central: Naryn (Kirguistán, 2016), Khorog (Tayi- kistán, 2018) y Tekeli (Kazajistán, 2019).
Las deficiencias de la urbe
Otro asunto también con mayúsculas, sobre el que se han vertido ya ríos de tinta, es el hábitat urbano. “Todo el mundo necesita un espacio básico para vivir.
El hecho es que las urbes crecen muy deprisa, pero la construcción de nuevas edificaciones no sigue la misma progresión.
La consecuencia es un enorme déficit de viviendas disponibles. Lo más curioso es que, pese a ser un problema que afecta a casi todos los países, no existe una discusión general de alcance sobre un problema social de semejante calado”.
Por otra parte, “otro aspecto agregado, apreciable si cabe en todas partes, es el considerable deterioro que progresivamente ha experimentado la calidad de las edificaciones.
Un empobrecimiento en el que han tenido mucho que ver las tecnologías y los materiales empleados”.
Para completar el inventario de despropósitos: “Los nuevos inmuebles se establecen en términos de crecimiento –es decir, cada vez más altos−, obviando el contacto con la tierra y agravando aún más la ya pésima relación hombre-naturaleza.
Si en el pasado se pronosticó que el desarrollo de las tecnologías resolvería el problema, la evidencia es muy tozuda”.
Planificar y construir a escala humana quizá sea una alternativa; no obstante, “esclarecer esta dimensión no es una tarea fácil. Mi predilección son las viviendas unifamiliares, a lo sumo de tres plantas y a ras de tierra. Quizá sea sin duda la aspiración de todo el mundo”.