La tradición del vino está poniéndose al día en España, donde como fenómeno cultural y enológico nuestra sociedad ha tardado mucho en alejarse de aquellos vinos rasposos y poco elegantes que vendían a granel en las bodegas.
El vino es mucho más que una borrachera. La experiencia del vino es refinada, sutil, y aunque los expertos a veces la matan con su idiolecto profesional, poco a poco vamos entendiendo que más allá del whisky y la ginebra, de la cerveza y la sangría, el nirvana de las bebidas está en un producto que ahora se hace extraordi- nariamente bien en nuestro país.
Ya sabemos que no es necesario ir a Francia, California o Chile, para disfrutar de vinos buenísimos y variadísimos.
Hace años, el vino español era solo el Rioja. Luego fuimos descubriendo los vinos de la Ribera del Duero, los rueda, y
nos acordábamos del txacoli cuando íbamos de tapas en Bilbao o de los ribeiros en los restaurantes gallegos.
Y de siempre sabemos del jerez, pero poca cosa. Muy lentamente, tras el descubrimiento del vino del Priorat, supimos que en todo el arco mediterráneo, que va desde Montpellier hasta el extremo sur de Alicante, había una tradición vinícola con raíces tan antiguas que hay escritores ingleses anteriores a Shakespeare que ya los mencionan, y el propio Bardo habla del vino de Alicante por boca de Falstaff.
Con tesoros como esos cavas de categoría que producen en Requena, o como los blancos soberbios de la Conca de Barberà, en la zona áspera del interior de Catalunya.
Ahora, si vamos a la Costa del Sol, sabemos que recorriendo las Sierras de Málaga encontraremos algunos de esos vinos de montaña que, por cultivarse sus viñas a esa altitud, dan vinos de características extraordinarias.
Y que, ascendiendo de sur a norte por Extremadura y Castilla hasta el Bierzo, podemos conocer los buenos vinos que se hacen a orillas del Guadiana, el Tajo y el Duero justo al lado de donde, invisible, se encuentra esa arbitraria muralla que es la frontera que divide España de Portugal y condena a ambos países a la ignorancia mutua, peor la de los españoles.
Y vas a los Montes de Toledo o a las Hoces del Duratón y también encuentras vinos inexplicables y de categoría auténtica a muy pocos kilómetros de Madrid. Hemos averiguado que en la Manchuela, Iniesta tiene a su nombre una bodega que produce buenos vinos y que los rosados murcianos compiten con los de Navarra.
En las webs de las DO y de las bodegas aparecen cada vez más las historias de sus vinos, y también es cada día más frecuente encontrar un apartado de enoturismo en el que se combina la visita a las viñas, las instalaciones de la bodega y también a menudo un restaurante en donde el vino se cata y se bebe acompañado de buena cocina.
Ah, si fuéramos franceses. Pero nuestro país cainita y cerril ignora su riqueza, se mira al ombligo desde cada aldea, cierra los ojos al vecino y le odia, muy entretenido en lo que Sigmund Freud llamó el “narcisismo de las pequeñas diferencias”, madre del costumbrismo, que es a su vez la base de tantísima de nuestra peor literatura, y la que más público tiene.
El vino no es solo para beber, ni para regarse unos a otros como en la absurda fiesta de Haro.
Es una bebida gastronómica insuperable pues, con su infinita variedad, permite acompañar (maridar si se quiere) un número también infinito de platos diferentes.
Mi amigo Joan C. Martín, que me ha enseña- do todo esto, recibió el verano que ahora termina la medalla al Mérito Agrícola de Francia por su labor en pro de la difusión de los vinos franceses en España.
Más ha hecho por los vinos españoles, pero nadie le ha dado las gracias. Pero en la estela de Nestor Luján y Manolo Vázquez y otros, contribuye como pocos a explicarnos que el vino es la bebida cultural y deliciosa por excelencia. Hemos tenido maestros, faltan alumnos.