Mi nombre es Timothy Leary y, aunque ahora parezco un anciano de aspecto sosegado, hubo un tiempo en que el FBI me concedió el título de Enemigo Público Número Uno. En aquel entonces también era un hombre tranquilo, pero eran otros tiempos: a Bin Laden todavía debían de estar cambiándole los pañales y uno tampoco tenía por qué hacer grandes méritos para llamar la atención del FBI. Tan solo uno. Decirle a toda América que no solo es bueno consumir drogas psicodélicas, sino también necesario. El problema es que siempre importa menos lo que se dice, que quién lo dice. Y yo no era un hippie de Haight-Ashbury. Era doctor en Psicología por Berkeley y profesor en Harvard. Siempre me he sentido halagado por la importancia que me otorgaron las fuerzas de la ley, ya que el empeño que el señor Hoover puso en capturarme, en el fondo, daba la razón a mis ideas. Hubo un momento, a mediados de los años 60, en el que a pesar de la evidente tensión con la Unión Soviética, el comunismo dejó de ser brevemente la principal amenaza de América. Al FBI y a la CIA le importaba mucho más la repentina posibilidad de que millones de americanos empezaran a consumir LSD con un motivo preciso: cambiar de forma radical su manera de percibir la realidad.
Cuando hablamos de gurúes, de gurúes reales y no al modo de los asesores que hacen ganar elecciones a candidatos varios y a sí mismos se hacen llamar gurúes, el más notable y auténtico fue Timothy Leary, el zar del ácido lisérgico en Norteamérica (y en México, donde tuvo una intensa penetración e influencia en la década de 1960), el mentor de quienes hicieron del ácido un uso contracultural. Sin duda, Leary ha sido uno de los personajes más influyentes y temidos hasta el punto de ser considerado por Richard Nixon en un momento de su gobierno en la década de 1970 como “el hombre más peligroso del mundo”.
Y es que el pecado de Leary consistió en predicar la exploración del individuo desde dentro, “cambiar de forma radical su manera de percibir la realidad”, ese fue el gran hándicap de Leary, inicio y final de su bien merecida fama. Se sabe que el reconocido profesor de psicología de Harvard de la década de 1960 visitó a Albert Hoffman, el inventor del famoso ácido lisérgico, y conoció los secretos del ácido y sus reacciones en el ser humano. Según cuenta Hoffman, Leary no le causó la mejor de las impresiones, vio en él alguien veleidoso y con muchas ganas de trascender, alguien demasiado vanidoso y mundano para permanecer cuerdo en los silenciosos terrenos de la ciencia y el laboratorio, a la manera de Hoffman. Naturalmente Hoffman también había experimentado con las propiedades recreativas del ácido pero los resultados no fueron tan halagadores para él como lo fueron para el psicólogo de Harvard. Uno de quienes pasaron por el laboratorio del doctor Hoffman fue el famoso director de cine, Federico Fellini, para quien su experiencia con el ácido fue solo un recorrido curioso y controlado por la habitación que le habían destinado para dicho experimento. Al parecer la aplicación del ácido en individuos altamente creativos lo único que lograba era distraer momentáneamente sus potencias imaginativas y no las estimulaba cual era la creencia generalizada de quienes deseaban jugar con el ácido. Con Fellini la experiencia fue, por decir lo menos, decepcionante.
Pero uno de esos fervientes partidarios del ácido era el doctor Timothy Leary. Leary era profesor de Harvard cuando cayó en sus manos el artículo que R.G. Wasson publicó en la revista Life, acerca de su experiencia con los hongos mágicos en México. Considerando que su camino de investigación en el campo de la psicología se encontraba estancado, Leary decidió emprender por su cuenta un viaje a México en busca de la experiencia con los hongos; y dio con ella. Allí, mientras los efectos de los hongos se desplegaban, Leary comprendió lo que a la cultura occidental le faltaba, y de paso, también comprendió lo que a la cultura académica le sobraba: especulación, abstracción y falta de participación en el proceso de la vida.
Al volver a su lugar de trabajo en la universidad, Leary emprendió un programa de investigación con la psilocibina en el que participaron tanto artistas como profesores y alumnos de la universidad. Ésta subida de adrenalina -en cuanto a entusiasmo y vitalidad- no tardó en topar con la mirada suspicaz de los gestores de esa seria y respetable universidad. Como Leary mismo comentó años más tarde, los padres de los alumnos no enviaron a sus hijos a Harward para que dejaran allí su maleta y emprendieran un viaje a la India, en busca de un gurú y del conocimiento de la transcendencia, sino para que salieran de allí, al cabo de unos años, con una base académica para incorporarse al mundo laboral –principalmente en la gestión de empresas-. Así, al cabo de dos años, a Leary y sus allegados no se les renovó el contrato docente, sin que a estos les importara demasiado el acontecimiento. En realidad, a quien importó, al menos unos años más tarde, fue a la propia Administración Norteamericana. Leary, sin solución de continuidad, prosiguió sus investigaciones fuera de la Universidad, primero en México y luego en una lujosa finca: Millbrook.
Todo entraba aun dentro de los límites de lo que la sociedad bienpensante podía tolerar, hasta que Leary se topó con uno de los personajes más enigmáticos y entusiastas de la escena psicodélica: Al Hubbard. Hubbard proporcionó la primera experiencia con LSD a Leary, un acontecimiento de intensidad inesperada que sacó a Leary de órbita, apartándolo definitivamente de todo estudio formal y académico. Tim quedó más que convencido que hacía falta hacer algo, que la sociedad occidental se encontraba en quiebra espiritual, en un camino materialista sin salida, y que todo intento para llevar la situación adelante valía la pena.
Sin planes ni rutas establecidas, un nuevo personaje entró en la vida –o quizás el cerebro- de nuestro héroe, a punto de convertirle en Mesías o gurú de los psicodélicos. Se trata de Alan Ginsberg, un poeta de la generación beat que tras probar la LSD con Leary se convenció que esta herramienta era la mejor medicina para acabar con todas y cada una de las guerras, e instaurar una nueva época de paz y amor fraternal –e incluso mundial-. Leary dudó, pero al final se dejó convencer. Probaría ese camino, y de ello pasó a su vocación mesiánica, a ser casi un propagandista de la LSD, creando el famoso Turn on, tune in, drop out (entra en ello, afina la sintonía, deja de jugar su juego). Por si esto no fuese poco, Leary comprendió intuitivamente que las mentes de las personas maduras, ya acostumbradas a una forma de vida, no prestarían mucha atención a su mandala visionario, por lo que decidió lanzar su buenanueva a los estamentos más jóvenes de la sociedad: jóvenes, artistas, profesionales liberales y universitarios. Entroncando ya de lleno en el movimiento hippy, con los Grateful Dead y la producción clandestina de LSD de forma masiva, la situación tomó tal velocidad que no podía tardar el momento en que la Administración probara de tomar cartas en el asunto. Estas cartas llevaron a Leary de un centro penitenciario a otro, hasta que lograron que bajara un poco de revoluciones…
Leary declaró: “La experiencia psicodélica es un viaje a nuevos realismos de la conciencia. Los alcances y el contenido de las experiencias no tiene límites, pero su rasgo característico es la trascendencia de conceptos verbales, de las dimensiones de espacio y tiempo, y del ego o la identidad. Experiencias de conciencia agrandada pueden ocurrir de varias formas: privación de los sentidos, ejercicios de yoga, meditación disciplinada, éxtasis religioso o estéticos, o espontáneamente. Más recientemente se han vuelto disponibles para cualquiera a través de la ingestión de drogas psicodélicas como LSD, psilocibina, mescalina, DMT, y otras. Por supuesto, la droga no produce la experiencia trascendente, meramente actúa como una llave química que abre la mente, libera el sistema nervioso de sus patrones ordinarios y estructuras”.
Hoy en día, Leary ha pasado a formar parte de la cultura popular contemporánea y existen “billetes de Timothy Leary”, pequeños pedazos de papel secante humedecidos con LSD y las referencias en la cultura sin innumerables. Quizá una de las más coquetas y definitivas es el ser padrino de Winona Ryder, Uma Thurman y Miranda July y de ahí puede conjeturarse la cierta propensión al vicio y al desastre que estas mujeres exhiben. La estela del doctor Leary marcará toda la eternidad como un símbolo del matrimonio entre la ciencia y la experiencia mística, aquello que el poeta William Blake llamó abrir las puertas de la percepción.
Que se abran todas en homenaje al doctor Leary.