Hollywood está de luto. La noche del pasado domingo falleció a los 89 años Robert Evans, el productor que hizo que los estudios de la Paramount sobrevivieran en la década de los setenta. Eso, gracias a filmes de culto como El Padrino, Chinatown y, obviamente, Love Story.
La cinta de Arthur Hiller, más allá de ser todo un taquillazo en 1970, volvió a poner de moda las historias de amor intensas en el cine. Pero la cinta fue uno de los mayores puntos de inflexión de la agitada vida de Evans. Así lo demuestra El País en su artículo.
Gracias a ese proyecto conoció a su gran amor, la actriz Ali MacGraw, aunque tiempo después la falsa sombra de un homicidio e incontables montañas de cocaína marcarían una biografía digna de ser contada en una de sus propias películas.
Evans iba para actor, pero por mucho que lo intentó nunca consiguió hacerse el hueco que anhelaba en la industria. Al menos, delante de la cámara.
A mediados de los cincuenta trabajaba para la firma de moda femenina de su hermano, Evan Picone, aunque sus aspiraciones cambiaron radicalmente tan pronto se cruzó en su camino la musa del Hollywood clásico Norma Shearer.
Tras verle luciendo palmito en un hotel de Los Ángeles la actriz se le acercó y, sin conocerle de nada, le propuso que participara en El Hombre de las Mil Caras de 1957.
Aceptó sin pensárselo dos veces. Tras aquello ese mismo año compartió plano con la mismísima Ava Gardner en ¡Fiesta!, la película basada en la novela de Ernest Hemingway.
No obstante, consciente de sus limitaciones actorales, en 1959 decidió voluntariamente poner punto final a su corta carrera. Lo que Hollywood no sabía por entonces es que volvería a saber de él años después.
En 1961 se casó con una jovencísima aspirante a actriz de 17 años llamada Sharon Hugueny a la que apenas en seis meses le pidió el divorcio. Y tres años después volvió a pronunciar las palabras “sí, quiero” ante la modelo sueca Camilla Sparv, aunque se quitó la alianza dos años más tarde cuando ella
descubrió que no le era precisamente fiel.
Una vez soltero vendió su empresa textil a Revlon y, con los millones que recibió y los contactos que hizo en su etapa como actor, se propuso debutar como productor de cine.
Consiguió rápidamente un contrato con Fox para realizar varias películas, pero en 1966 la Paramount, que por entonces estaba en quiebra, confió ciegamente en su desparpajo después de leer un artículo publicado en el New York Times que describía a Evans como el magnate del cine que cualquiera necesitaba entre sus filas.
Así fue como, para sorpresa de muchos, acabó convirtiéndose en el jefe de producción de la Paramount. ¿Les suena de algo La Extraña Pareja o La Semilla del Diablo? Sí, Evans empezó con buen pie su nueva misión.
Ali MacGraw en los sesenta era la viva imagen de una mujer empoderada. A principios de aquella década conoció a Diana Vreeland, quien fuera editora de Harper’s Bazaar, y se convirtió en su ayudante y secretaria emulando a la Anne Hathaway de El Diablo Viste de Prada.
Pocos meses después, asimismo, el fotógrafo Melvin Sokolsky la fichó como asistente y durante seis años hicieron todo tipo de editoriales de moda para la ya mencionada cabecera y para Vogue.
Estaba tan ocupada en Nueva York que el fracaso de su primer matrimonio con Robin Hoen (un compañero de clase que después acabaría convirtiéndose en un millonario banquero) no le afectó lo más mínimo.
Sobre todo, cuando en 1966 su vida dio un giro de ciento ochenta grados tras volar a Puerto Rico y protagonizar una sesión de fotos para Chanel.
Dada su belleza estaba claro que más pronto que tarde la modelo iba a ser ella. Como en otras tantas ocasiones ha ocurrido, un agente la llamó y le propuso protagonizar en 1969 la película Goodbye, Columbus de Larry Peerce.
Se alzó con un Globo de Oro y un Bafta en la categoría de Actriz Revelación. El Oscar se le resistió, pero los guiones empezaron a amontonarse en su escritorio.
Uno de ellos era el de Love Story. La leyenda cuenta que Ali y Robert se conocieron tiempo atrás en Nueva York, aunque no hubo mucha química entre ellos. Por entonces, claro está.
Enfadada por el hecho de que Paramount contara con Arthur Hiller como director de la película, Evans le comentó que podían hablar de ello en su mansión de Beverly Hills, bautizada como Woodland.
A los pocos minutos de reencontrarse saltaron las chispas, tanto que acabaron besándose apasionadamente en la piscina. El 24 de octubre de 1969 la actriz y el productor contrajeron matrimonio. Poco más de un año después del taquillazo de Love Story, en enero de 1971, vino al mundo su hijo Joshua.
La prensa adoraba a la pareja y llenaba páginas y páginas con su peliculera historia de amor. Sin embargo, el sueño pronto se esfumó.
MacGraw aceptó un papel en La Huida de Sam Peckinpah y en el set de rodaje se enamoró perdidamente de su compañero Steve McQueen. Evans estaba tan ocupado con la producción de El Padrino que jamás tomó un avión para visitar a su esposa durante la filmación. Aquella dejadez le perseguiría para siempre.
En 1972 se divorciaron y, al año siguiente, Ali acabó casándose con la estrella de Papillon y El Coloso en Llamas, no sin antes firmar un preacuerdo nupcial en el que Steve remarcó que ella no se quedaría ni un céntimo en caso de divorcio.
Pronto McQueen sacó a relucir su lado más conflictivo: no solamente le prohibió trabajar, sino que hizo gala de sus celos compulsivos.
Ella jamás le fue infiel, pero todo Hollywood sabía que el actor, además de ser adicto a las drogas y el alcohol, tenía un picadero en el hotel Beverly Wilshire.
Durante años lo consintió todo hasta que en 1978 se hartó. Tras participar en series como Dinastía batalló con la depresión y un problema con la bebida. En 1986 se rehabilitó.
A Evans tampoco le fueron muy bien las cosas que digamos. En 1980 la DEA (la Administración para el Control de Drogas estadounidense) le cazó in fraganti mientras intentaba comprar unos gramos de coca.
Hollywood le repudió de inmediato y, a modo de castigo, le obligó a grabar un anuncio denunciando el consumo de drogas.
A pesar de ello, su adicción no cesó. Pero lo más turbio llegó cuando en 1983 se descubrió el cadáver del promotor de espectáculos Roy Radin, quien quería tirar adelante un filme sobre el Cotton Club que acabó finalmente llegando a las salas en 1984 de la mano de Francis Ford Coppola.
Una camella les puso en contacto (no sin antes embolsarse 50.000 dólares) y en medio de la fase de financiación se halló el cadáver de Radin.
Pese a que Evans no tenía nada que ver con el asesinato, la prensa aprovechó la historia para desacreditarle día sí y día también.
Conclusión: sin trabajo acabó perdiendo Woodland (la cual acabó recuperando después gracias a su íntimo Jack Nicholson), e ingresó temporalmente en un psiquiátrico para evitar suicidarse.
En los noventa resurgió de sus cenizas produciendo, también para la Paramount, títulos como Jade o El Santo.
McGraw y Evans, lejos de no volverse a hablar tras su divorcio, siempre mantuvieron una buena relación como amigos.
Tanto es así que ella, tras perder su casa en un incendio en 1994, pasó una temporada en Woodland antes de vivir alejada de los focos en Nuevo México. Ya no vemos historias tan apasionantes como esta en el Hollywood del siglo XXI.