La otra belleza trágica de Hollywood, Jayne Mansfield, la que no logró llegar al estatus de Marilyn en vida pero la superó con una muerte más macabra, cumpliría hoy 87 años. Su figura, llena de misterio, sigue inspirando libros y documentales décadas después.
Si el baremo de una buena historia es la inverosimilitud, la de Jayne Mansfield (Pensilvania, 1933-Luisiana, 1967) bate todos los récords. Ante un relato como este, lo de menos es exigir veracidad si a cambio te dan satanismo, decapitaciones, tigres encantados, maldiciones, mobiliarios rosas y romances prohibidos. Probablemente, mucho de lo que se haya escrito o dicho sobre Jayne Mansfield sea falso, incierto o contradictorio: los ingredientes necesarios para la leyenda perfecta. Así lo reconoce a ICON P. David Ebersole, director junto a Todd Hughes del magnífico documental Mansfield 66/67 (2017): “Verdaderamente tiene una grandísima historia, ¡especialmente si se cree uno todos los rumores!”. “Cuando era joven”, añade Hughes, “mi madre me contó acerca de una estrella de cine que había tenido un affaire con el dirigente de la Iglesia de Satán. Se me quedó grabado, de ahí el documental”.
Jayne Mansfield nació el 19 de abril de 1933 en Pensilvania. Su nombre real era ya de por sí de lo más cinematográfico: Vera Jayne Palmer. Espléndida estudiante, ni siquiera un temprano embarazo (a los 17 años, de Paul Mansfield, su primer marido con quien estaría casada de 1950 a 1958) le hizo interrumpir su formación. Después de cursar estudios en psicología, química, interpretación, aprender cinco idiomas (o eso al menos aseguraba ella) y de dedicarse a fondo al piano y al violín, Jayne decidió que había llegado el momento de ser una estrella.
Tenía un físico despampanante y aquí, en algo tan estricto como los números, empiezan las inexactitudes: mientras su poderoso busto oscilaba entre los 101 y los 116 centímetros, su cinturita en algunos casos medía 45 y en otros 60 centímetros. La actriz tenía claro que su triunfo en Hollywood era una simple cuestión de contacto visual. Su objetivo era mimetizarse en el papel de la rubia tonta primero y acabar haciendo Hamlet después. ¿Qué podía salir mal? En la privilegiada cabeza de la actriz (163 de cociente intelectual, según ella), nada. La historia demostraría que absolutamente todo.