Un tiempo estuvo de moda despreciar la obra de García Márquez. Las razones oscilaban entre el desconocimiento, un hastío de las mariposas amarillas y de seres humanos que levitan o simples confusiones que asociaban la amistad del colombiano con el dictador Castro de Cuba con su obra. Confusiones, lo que padecemos los seres de hoy.
No les faltaba razón en que no hubo autor en lengua española, menos en América Latina, que tuviese tanta fama o fuese tan leído, que los títulos de sus libros se convirtiesen en plantillas para titular noticias con sus parodias o su periodismo fuese como la cima para aprender a redactar e investigar. También sus frases se hicieron famosas, la del periodismo como la mejor escuela para quien desea ser escritor si se abandona a tiempo. Pero no existió técnico más limpio en la creación de historias, entre sus novelas y sus cuentos, provisto de un mundo identificable al instante, el de la lluvia, el calor y Macondo, y la tristeza sin consuelo de unos individuos, por lo general, proclives al más completo olvido.
García Márquez es América Latina igual que lo es Rubem Fonseca que hoy se ha ido. Hay que retornar a sus obras grandes, majestuosas, a la congoja de El coronel no tiene quien le escriba y el cieno fundacional de Cien años de soledad, a la oda al esperpento y a la soledad de el poder de El otoño del patriarca a la magnificencia del cuento policial en clave de nota de periódico falsa de Crónica de una muerte anunciada, hasta llegar a dos grandes obras, culminantes: El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto, nuevamente la soledad del poder, en este caso de Bolívar. Y a todos sus cuentos.
Valgan estos días de encierro para encontrar las claves que nos conducen en el sendero de García Márquez.