Hemos recibido el sábado final del octubre de un año por demás complejo la noticia de la muerte del gran actor escocés Sean Connery. Connery no solo fue el 007 ideal —pese a que hay quienes defienden a otros actores que han interpretado al famoso espía— sino que representó una de las últimas imágenes del actor sobrio, elegante, vestido de tweed, seductor y plácido.
Todo se hizo a la manera escocesa, como debe de ser. El hecho lamentable de este día ha ocurrido cuando Connery tenía 90 años de edad en su casa en las Bahamas. Se contaban varios años desde que el gran Connery estaba apartado del ágora pública, cerca de una década en que estaba apartado del ruido del mundo del espectáculo y la magia del cine. A partir de 2003 su carrera había terminado pero las cintas de Connery quedarán para la posteridad en el archivo fílmico vivo.
El galán Connery comenzó en las pantallas en 1954 y se extendió hasta 2003 en cincuenta años de felices demostraciones del arte de la actuación. Conoció sus glorias y acaso para quienes somos fanáticos del séptimo arte, bajo la batuta de John Huston en “El hombre que quiso reinar” o al mano de Brian de Palma en uno de los mejores papeles secundarios de la historia en “Los intocables de Eliot Ness” pero, ante todo, bajo la batuta de Alfred Hitchcock en 1964 en la medianamente olvidada cinta “Marnie, la ladrona”, una obra maestra en todos los sentidos, estas serían sus interpretaciones supremas.
Pero la rutilancia y la fama le llegaron por su interpretación del 007 y en filmes menores como “Indiana Jones y la Última Cruzada” del mago Spielberg, “El Nombre de la Rosa”, la adaptación al cine de la novela de Umberto Eco llevada más bien con decoroso respeto al original literario, “La Caza de Octubre Rojo” con gran brillo en los Oscares de ese año, pero a la compañía de las grandes obras se sumaron filmes como “Zardoz” en los que Connery desplegó toda su sabiduría de actor.
Nació en Edimburgo bajo el nombre de Thomas Sean Connery, hizo de lechero, camionero y formó parte de la marina británica este enorme actor de 1.90 de estatura, impresionante sonrisa de seductor y una barba imperecedera que despertaba el suspiro de las más reacias. En el 54 hizo de un secundario más que secundario en “Liliacs in the Spring” (1954) hasta hacer de un secundario real en “No road back” de 1957, en el papel de un gangster de segunda. Pero fue la legendaria “Doctor No” de 1962, una de las películas culturalmente más influyentes de la historia del cine la que encumbraría a Connery con el papel del agente creado por Ian Fleming, James Bond, el agente 007. Connery imprimiría al héroe de ese glamour tan definitivo como perecedero, tal como lo demuestra un tiempo que parece ensañarse con los símbolos del refinamiento que hicieron del siglo XX, el siglo del refinamiento.
Dio la vuelta a un Cary Grant para el que estuvo pensado dicho papel como una bendición eterna para el mismo Connery. Pese a la potencia del agente no se quedaría pegado y condenado al papel y ello le valdría convertirse durante 50 años en uno de los más emblemáticos de todos los tiempos. Dejó la serie tras “Diamantes para la eternidad” de 1971 precisamente para no ser encasillado, pero su impronta sería la de la acción, la mejor acción del siglo XX. En la década de 1970 iría de la ciencia ficción oscura en “Zardoz” de 1974 a la aventura también extraña en “La Tienda Roja” de 1971. Otros filmes menos felices consolidarían su fama en “Robin Hood príncipe de los ladrones” de 1991 o “La liga de los hombres extraordinarios” de 2003.
El caballero del Imperio Británico en el año 2000, sir Sean Connery no dejará de acompañar nuestra idea de lo que fue el siglo XX y su figura del hombre más sexy del universo no era nada lejano a la realidad. Su sonrisa está pegada a nuestra imaginación. Los hombres lo adorábamos, las damas lo deseaban, todos los lloramos este día. Suerte en la mejor vida del espionaje más insólito que jamás pudiste ver, Mister Bond Connery, Réquiem in pace.